El viernes, un hombre oscuro, pesado y silencioso ingresó al bar y se sentó en una de las mesas del fondo.
Cuando el mozo se acercó a tomar su pedido, le dijo simplemente que nada iba a servirse, que solamente venía a reflexionar un poco sobre las angustias humanas.
El mozo en vano intentó explicarle que no se puede reflexionar sin consumir, que con gusto podía sentarse en el mármol de la vidriera a pensar todo lo que quisiera, y gratis, pero del lado de la vereda.
El hombre lo miró con gesto ensimismado y le dijo que no, que prefería pensar allí, y le echó una mirada gris y debe haber pronunciado unas palabras tan sombrías (inaubles desde mi distancia) que el mozo no pudo hacer otra cosa más que deprimirse, colgar la rejilla en el respaldo de una silla, ir a la vereda, sentarse en el cordón con los pies tocando el agua que corre calle abajo y ponerse a llorar desconsoladamente.
Yo, que había descifrado lo que había pasado aún sin haber oido, me acerqué a la mesa de esta persona que se negaba a ser cliente del local.
No había forma de hacerle entender que nosotros vivíamos de lo que la gente consumía, que necesitábamos de él para sobrevivir. Y que no era personal, ¿eh?, que así como vivíamos de lo que él nos dejaba también lo hacíamos con los demás.
A mi también me obsequió con su triste mirada gris y me expresó, con sólidos argumentos, que entonces, si todo lo que yo le estaba explicando era cierto, cosa que no dudaba (y que a su vez hacía extensivo a él mismo), entonces, todos nosotros, no éramos más que simples parásitos esperando las sobras de los restantes humanos, gracias a los cuales garantizábamos gota a gota nuestra existencia.
Instantes después estaba yo pidiéndole al mozo acongojado que se corriera unos centímetros más a la derecha, que me hiciera espacio, y me senté a llorar.
Ambos contribuimos a que hubiera un poco más de agua corriendo por la calle durante buena parte de la tarde.
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