sábado, 17 de marzo de 2007

Un negocio inesperado

El hombre llegó al local hace cuatro días tratando de pasar desapercibido.
Claro que al ser la primer persona que ingresaba no logró hacerlo.
Vestía un pesado sobretodo marfíl con las solapas levantadas, una mano en el bolsillo y la otra sosteniendo una pequeña bolsa de papel madera. Su atuendo provocaba el efecto contrario al que indudablemente se proponía, ya que causaba curiosidad verlo vestido así. Sobre todo porque completaba su atuendo con un par de contrastantes ojotas, seguramente debido al insoportable calor que empezaba a inundar las calles.
Joselo, al verlo indeciso y visiblemente incómodo, se acercó para ayudarlo.
Luego de cruzar unas palabras, Joselo volvió hacia mí y me dijo:
-Dice que quiere hablar con el encargado.
Luego de estudiarlo brevemente con la vista, me dirigí hacia él ensayando una sonrisa profesional cortés y convincente.
-Buenas tardes -saludó mientras estrechábamos nuestras manos-, vengo a ofrecerle algo que puede interesarle.
Me explicó -mientras me mostraba fugazmente que dentro de su bolsa llevaba una botella de intrigante apariencia- que vendía un producto para aderezar las comidas y todo tipo de sustancias comestibles.
Cuando empezaba a explicarle que nosotros ya tenemos nuestra cartera de proveedores establecida me interrumpió con una gesto fuerte pero respetuoso.
-Déjeme explicarle -continuó-, es que no es algo que pueda conseguir con los distribuidores habituales.
Aclaré que si bien no todos los productos que trabajámos eran lo que se dice fresquísimos, tratábamos de compensar el hecho cuidando que al menos no fueran sustancias ilegales o de dudosa procedencia.
-No, no, no. Insisto en que me deje hablar: lo que tengo para usted es un producto, ¿cómo explicarlo sin que me tome por loco?, digamos.. un producto mágico.
Francamente intrigado, lo dejé continuar.
Me contó que en un viaje que realizó recientemente por la India había adquirido allí unas botellas con un líquido que produce una especie de encantamiento en quien lo ingiere mezclado con los alimentos que come.
El encantamiento consiste en sentir en cuerpo y alma que el alimento que está probando es exquisito, con gustito a casero (tan difícil de lograr) y que remite a los mejores recuerdos que el individuo tenga en materia culinaria.
Díficil es negar que un producto así sería el as en la manga para convertir cualquier bolichón en un éxito rotundo.
No tanto por credulidad como por curiosidad le compré a esta pesona la botella a precio de oro. El caballero me agradeció infinitamente y desapareció por la puerta.
Decidí probarla ese mismo día.
Al mediodía llegó un cliente habitual y vi en él la oportunidad de comprobar la efectividad de la botella. Es menester aclarar que suele ser un comensal exigente lo cual me daría una buena medida del eventual efecto de la pócima.
Le pedí a Joselo que me dejase atenderlo a mí (tuve que jurarle que de cualquier forma le daría la eventual propina ya que estaba en una de sus mesas) y también le dije a Tony que yo cocinaría su menú.
Me acerqué al hombre y le solicité su pedido.
Me encargó una buena porción de vitel thonné para empezar y una botella de tercio de un buen vino blanco para acompañarla.
Fui a la cocina y tomé una porción de vitel de la heladera. La probé y estaba un poco fuerte. Le eché por encima un par de gotas de la botella mágica y rogué que además de darle buen sabor al plato tuviera propiedades antibióticas.
Rellené una botella de vino con vinagre y también le puse algunas gotas del líquido mágico.
Llevé el pedido a la mesa.
El cliente probó el vino y luego se devoró la entrada y acabó la botella.
De más está decir que quedé estupefacto.
Luego pidió lasaña como plato principal.
En un rapto de locura le llevé dos hojas mustias de lechuga rociadas con el líquido en cuestión.
Evidentemente no sólo estaba engañando su olfato y gusto, sino además su vista. Como si fuera poco mi asombro, además me hizo llamar a Tony para felicitarlo por su buen mano para la cocina y le dió cien pesos en la mano que de ninguna forma logramos que aceptara compartir a pesar de que nada había tenido que ver con la atención a este cliente.
De postre, ni me molesté en preparar nada: le puse dos gotas de líquido al plato vacío y se lo llevé.
El hombre le pasó la lengua al plato como si llevara meses sin probar bocado.
Al finalizar, pidió la cuenta, dejó una considerable propina y se retiró bonachonamente.
Increíblemente el líquido funcionaba.
Al día siguiente el hombre no apareció y me llamó la atención, ya que solamente los domingos no almuerza en el restaurante.
Tampoco lo hizo durante los dos próximos y comencé a asustarme. Una sensación de culpa empezó a morderme las tripas.
Hoy por la mañana me lo crucé en la calle. Me saludó como si nada.
Cobré coraje y le pregunté que tal la comida del otro día.
Me dijo que nunca había probado algo tan exquisito desde las épocas en que vivía aún con su madre. Que el postre era como los que hacía su abuela y que todo lo que degustó dicho día lo remontó a sus días de infancia, donde no era habitual el abrir latas de conserva y todo era casero. Es más, me dijo que reiterar sus felicitaciones a Tony.
Luego de agradecer sus cumplidos le pregunté por qué entonces no había regresado.
-¿Sabe lo que pasa?- me dijo-, después de comer esos fabulosos manjares me di cuenta de cuanto extrañaba la comida de mamá. Así que decidí desde ese momento hacerle compañía todos los mediodías y me voy a comer con ella. Además me sale gratis y un beso en la frente le alcanza como propina.
Menudo éxito comercial había resultado mi compra.
Apenas el hombre desapareció tras la esquina entré estupefacto al local, busqué la botella y la arrojé con odio a la basura.

1 comentario:

Jorge Mux dijo...

En la India pueden encontrarse brebajes para todos los fines que uno se proponga.
Excelente relato. Ahora bien, ¿no consideró usted la posibilidad de que a ochocientos kilómetros de su restaurante alguien podría querer esa botella, en lugar de arrojarla a la basura? Así son todos los que tienen elixires mágicos; si a ellos no les anda, no dejan que otro los use. Lo suyo es un caso de 'magigoísmo': egoísmo causado por experimentar una situación fuera de lo común.