
El jueves por la noche llegó un contingente de turistas japoneses al restaurante motivados por mi promoción de
fetuccinis alla príncipe de Napoles (enmanteco una fuente y caliento en horno a fuego fuerte mientras en una olla pongo manteca a fuego bajo para no quemarla y le agrego una mezcla homogenea de harina y leche, revolviendo con paciencia hasta que rompa el hervor y la mezcla tome consistencia de crema, añado crema de leche, caldo de carne y champiñones sin dejar de revolver, luego incorporo jamón y de vuelta a hervir, salpimento y toidavía caliente añado los fetuccinis y muzzarella, hasta que se derrita, entonces pongo todo en la fuente y lo dejo gratinar hasta un dorado intenso) que están para chuparse los dedos.
Estos japoneses
caracúlicos llegaron a las diez de la noche y para las diez y veinte esperaban tener la comida lista. Tan eficientes, tan formales, ¿cómo les hacía entender que tenían que esperar?
De nada valía que les dijera que
salgan afuera a ver las estrellas -aunque en la ciudad es más fácil ver en el cielo a un
extraterrestre que a las estrellas, cosa que me enfurece mucho- porque estos tipos saben lo que quieren.
Intenté de todo, empezando con la clásica de todo restaurante: para la espera nada mejor que porotos en escabeche con pancitos artesanales.
No le dieron ni bola, y eso que los
panes estaban elaborados según mi técnica (asados en un horno de barro con el calor natural de la leña, para que sea impregnado con el aroma del humo y tome un sabor muy especial).
Mientras yo me deshacía en apuros junto a Tony en la cocina para sacar cuanto antes los fetuccinis, lo mandé al
zapallito de Joselo a entretenerlos un rato.
Por lo que pude oir, les estaba
entonando un tanguito para mostrarles algo típico de nuestro país, pero a juzgar por los gritos de protesta tampoco dio resultado, los ponjas querían morfar.
"¡
Caracoles!", pensé. ¿cómo no se me ocurrió antes?
Le alcancé a Joselo un colador para que use a modo de
casco, un par de ollas y un
lápiz labial que me prestó una chica de la mesa cuatro para que dibuje en el colador una cara enojada. Con todo eso le pedí que se disfrace de Transformer.
"Con ustedes... ¡el
Optimus Prime criollo!", anuncié con bombos y platillos.
¡Menos mal que le di el colador para usar de casco! Los orientales le tiraron con todo: desde los servilleteros hasta los saleritos que hay en las mesas.
Perseguidos por una turba que gritaba "¡quelemos fileos! ¡quelemos fileos!" tuvimos que parapetarnos detrás de la puerta vaivén de la cocina.
"¡Salga,
cobayo!", me gritó un japonés.
"No se dice cobayo, se dice cobarde", corrigió alguien del grupo en perfecto castellano.
¡Tienen traductor!, ¡un guía los acompañaba!, pensé aliviado mientras me aplicaba un ungüento con
caléndula en el tobillo, zona que había sido alcanzada por una bombita de humo ninja que me habían arrojado justo antes de que me resguardara detrás de la puerta. Por las quemaduras, la pierna parecía haber padecido un sesión diabólicamente exagerada de
moxibustión.
"Yo no puedo salir a negociar con el guía con el pie como lo tengo -le dije a Joselo-, por favor andá a hablar vos que tenés casco".
¡Para qué! Le pegaron tantas piñas y patadas como si lo hubiera agarrado
Boxitracio.
Cuando volvió Joselo con el traductor en calidad de vocero oficial, estaba hecho un estropajo.
Le pedí una vez más que saliera a calmar las aguas, pero se escondió debajo de la masada, llorando y gritándome "
¿qué pretende de mí, canalla!". El terror sicológico se había cobrado una presa más.
El guía me dijo que la única forma de apaciguar las fieras era precisamente apurando los fetuccinis, que más vale fideos duros como
garrocha que ojos blandos como compota.
Lo miré a Tony y asintió con la cabeza. Eso significaba una sola cosa: la pasta ya estaba al dente.
Sólo me faltaba anunciar la cena, pero para ello debía asegurarme que me dejaran hablar, cosa que no iba a ser fácil.
Recurrí a mi
prana interno para afrontar la situación de salir a encontrarme con la turba y a pesar de la quemadura que me hacía volver al presente los
problemas en mi pie izquierdo que traigo desde la adolescencia (en mis años mozos, durante una de mis estancias en el campo, me mordió el pie izquierdo un chancho cuando le quise robar una fruta de un patadón a pesar que mi padre me advirtió que tenga cuidado porque "ese
cerdo araña y muerde") traté de caminar con la mayor prestancia posible.
Grité: "¡Yá están los fid..."
Un triangulito Adler que me arrojó un ponja impactó con su
hipotenusa de lleno en mi frente, impidiéndome terminar la frase. En ese instante envidié el casco de Joselo.
Una andanada de golpes cayó sobre mi cuerpo.
Cuando creí que me mataban, Tony salió de la cocina con dos fuentes cargadas de pasta.
Verlo para mí fue como ver salir el sol después de una tormenta, formando un
arco iris de esperanza en el cielo.
Los ponjas se sentaron, empezaron a servirse los fideos y la cosa se fue encauzando.
Como si nada hubiera pasado, luego de cenar los japoneses se fueron dejando una jugosa propina y con efusivas muestras de agradecimiento.
El guía también nos saludó y cuando quiso cobrarnos una comisión por el contingente que nos había traído le dimos tantas patadas en el culo que yo creo que todavía no debe poder sentarse.
A último momento se nos puso malo y amenazó con volver a traer a los ponjas de nuevo si no le pagábamos, pero cuando Joselo -asustado por la posibilidad de que vuelvan- le dijo que si no se retiraba iba a llamar a la comisería (siempre usa este
mutónimo en vez del término correcto) se dio por vencido y resignó su comisión.
Parece mentira, 25000 platos servidos y es la primera vez que nos pasa algo así.
Y bueno, la cultura oriental no es para cualquiera.