Sábado. Dos mil cien horas.
El reloj marcaba en inicio de lo que sería mi bautismo de fuego como transporte nocturno de adolescente.
Como un joven no tan joven recluta que es enviado con una mochilita de morondanga con sólo una toallita, jabonera y vasito telescópico a un frente de batalla sanguinario y desconocido, cargué mi hija al auto y me dirigí raudamente hacia el objetivo bajo la arenga de "otra vez me hacés llegar tarde", "ya sé papá ya sé" y "ni se te ocurra hacerlo".
Mi desconocimiento total sobre como son estas cosas me llevaron a acercarme al lugar más de lo debido, donde ningún padre osaría pasar. "Está bien, chau, chau, dejá, yo voy sola" me dijo mi hija, temerosa de las represalias de sus congéneres por excesivo contacto con el enemigo, mientras nos despedíamos junto a los rollos de alambre de púas que estaban desplegados en el perímetro para evitar que los de mi bando traspasaran la zona de seguridad.
"Misión cumplida, regreso al hogar", me dije iluso mientras escuchaba desde la distancia una conocida voz que decía "a las cuatro, vení a las cuatro" dándome a entender que mi periplo recién iniciaba.
Deseando algunas horas de sueño intranquilo y perturbado, papá pollo regresó a la base de operaciones domésticas.
Con una duermevela interrumpida por mensajitos de texto que decían "acordate a las cuatro", "no antes de las cuatro", "Banco Rio le informa que su saldo es..." y "quedo claro? a las cuatro" se hicieron las trescientas horas, instante en el cual debía dejar las cálidas cobijas para sumergirme nuevamente en la oscuridad gélida de la noche.
Otra vez en mi vehículo de operaciones, sintiendo como si se me hubiera metido un cactus adentro del ojos, conduje como pude, zigzagueando entre autos ignorantes del riesgo al que estaban siendo enfrentados.
Llegué entre dormido y sonámbulo a las primeras líneas de batalla.
Estacioné rozando la alambrada electrificada que colocaron ciertos jovencitos que no alcancé a identificar y gracias a la pequeña descarga pude despertarme y bajar del auto para buscar la zapatilla que debido al choque eléctrico había ido a parar a tres metros de distancia.
Cuando me agaché a recoger el calzado sentí que un cuerpo pesado caía sobre mi y me arrastraba detrás de unos árboles.
Era un adulto responsable que me indicó hacer silencio y me condujo agazapado hacia una pequeña fortificación improvisada junto a un contenedor de basura y un gran barril metálico desfondado. Allí un grupo de seis o siete personas entre masculinos y femeninos olisqueaban el aire vigilando el perímetro como una pequeña colonia de suricatas.
Se presentaron como un cuerpo de operaciones paternas experimentado, cosa que me alegró mucho debido a mi nula capacitación previa.
Me dijeron que me mantuviera siempre a la retaguardia, que ellos iban a entrenarme para que pudiera honrar en un futuro su memoria, porque sus hijos ya estaban mayores, sus tiempos estaban pasando y era hora de dejar la responsabilidad a las nuevas generaciones.
Aproximándose las cuatrocientas horas, los miembros de esta elite de hombres y mujeres guardaron silenciosamente sus equipos de mate, tejidos a dos agujas y revistas de clasificados gratis para desplegarse en todo el área, cuidando de cubrir todas las posibles vías de escape de la fiesta.
Cuando apareció el primer grupito de hijos, los hábiles comandos tendieron una feroz emboscada, accionar que no pude menos que admirar.
Al momento de aparecer mi hija, estos valientes héroes me brindaron todo su apoyo e iniciamos el ataque conjunto.
A pesar de la resistencia de mi hija -cual Linda Blair en El Exorcista- logramos tacklearla, doblegarla y enfundarla en una gruesa campera de polar, obligarla a tomar unos tragos de un tecito caliente que los gloriosos padremadretutor tenían encanutado en un termo y luego de cubrirle la cabeza con un gorrito de lana con pompón espumoso me ayudaron a subirla al auto.
Después de las venias, abrazos y la manteada que me dieron por mi primer operativo exitoso conduje el vehículo hacia el portón de entrada de mi domicilio.
Una vez en casa acosté a la fuerza a mi bebé, asegurándome que estuviera bien tapada antes de quitarle las ataduras de manos y piernas.
Una nueva era en mi vida ha empezado.
9 comentarios:
Estoy por morir de la risa!! No he vivido aún la parte de adulto atrincherado esperando a su bebé, pero usted me ha dado toda una pista...
He vivido la parte de hija incomprendida de padres ridículos, y no entendía por qué no se quedaban durmiendo apaciblemente en lugar de molestarme...
Hoy les pagaría para que fueran a buscarme con manta en mano... Eso de esperar taxis no es lo mío...
Fue inevitable recordar a mi viejo: con su cara de dormido, sus pelos parados, la bata a rallas azules y el diario del domingo; sentado en su auto a 100 mts del lugar adonde iba a rescatarme. Y claro, yo era su beba también.
Pobre papá.
pd.: el coso biruta de borrar es genial, no me había percatado que eras el autor. Tengo una especie de blogoadicción con Podeti, no puedo dejar de leerlo cada día. Quizás necesite una buena sesión con gugle.
Carolina, estar del otro lado es terrible!!!!
Laumza, ¿bata a rayas?
Con razón se hacía esperar a 100 metros.
Si Sr. Bug, bata a raYas. Era un papelón, y por supuesto que la distacia mínima de espera impuesta por mi eran 100 mts a la redonda.
Recién visité su culo de camión y qué quiere que le diga: soy su fan, es realmente genial.
Con decirle que ya no me animo a tutearlo. Ud. es un Señor blogger eh.
pd.: favor de evitar las malas interpretaciones de mi 2º párrafo. XD
Laumza, gracias por todo.
Cuando uno no hace esto por plata, los comentarios como el tuyo te inflan las ganas.
Bueno, pero si hay plata tampoco me ofendo.
Algún día, ¿Adsense me reportará algunos pesos?
Me encantó esta historia.
Gracias, Jorge. Ojalá fuera ficticia.
Último momento: señor The Bug, soñé con usted a la hora de la siesta. Lo trato de usted porque en el sueño me inspiraba un cálido respeto y no quiero perder esa sensación.
Usted estaba en mi casa. Mi mujer y yo lo invitamos a cenar afuera y usted pide ir a un bar de la esquina, en el que sirven dudosos sándwiches de milanesa. Yo le sugiero un lugar mejor, pero insiste con ese bar. En el sueño, había guacamoles. Usted, un ser a medias rosarino y a medias mejicano, comía guacamoles que eran unas frutas grandes y verdes, que, hervidas, tenían el mismo sabor que el brócoli, aunque un poco más ácidas.
Esto fue todo.
Señor Mux, debería sentirse afortunado por poder dormir a la hora de la siesta. Es una agradable costumbre que perdí a la fuerza hace dos años.
Por otro lado, el motivo por el cual preferí el escabroso barcito de la esquina es harto sencillo: si voy a un lugar mejor, no me meten de nuevo ni a la fuerza en este restaurante roñoso.
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