Ayer salí rumbo al trabajo en el horario acostumbrado. Caminé el par de cuadras que distan de mi casa hasta la parada del transporte público y me entretuve en el paisaje urbano mientras esperaba.
En esas cavilaciones estaba cuando noté en la vereda de enfrente algo que mis ojos no alcanzaron a percibir como real. Fue uno de esos casos donde la verdad no parece encajar con lo que uno ve o bien lo que uno ve parece ser tan irreal que el cerebro se resiste a procesarlo.
Frente a mí estaba pastoreando una llama.
Una llama, de esas que se ven en las postales del noroeste o de esas que ofician de zoomodelos en las fotos regionales donde los turistas se paran al lado de un animal de la zona, sea mono, llama, puma o vieja del agua.
El guanacáceo estaba mascando pasto. Todo encajaría mejor si estuviera mascando coca. No la llama, sino yo. Pero como estaba nomasito en ayunas me restregué los ojos y volví a mirar.
Era una llama, sin dudas. “Para gato, medio cogotudo”, me dije.
Crucé la calle para verla mejor y ahí es donde se desenfocó el mundo para mí.
Cuando di vuelta la cabeza, no sea cosa que el colectivo se escape furtivamente a mis espaldas, vi a mi barrio, pero desde otra perspectiva. Decir que lo observé desde otro mundo, sería más adecuado.
Ahí entendí. Comprendí tantas cosas que me hicieron meditar ampliamente sobre por qué no lo había notado antes.
Les explico: esa calle divide dos barrios. Yo estaba en el mío pero al cruzar la calle me pasé al otro.
No bien traspuse la frontera barrial, se produjo el clic en mi mente.
Mi barrio estuvo cayendo todos estos años en un pozo de tiempo.
En mi barrio el tiempo no avanza sino que es espeso, resbala hacia atrás, tan lento que uno no lo percibe en lo cotidiano. Mi barrio no progresa, sino que regresa. Los vecinos de mi barrio no viven, sino que se desviven.
Entendí el porqué de las calles de tierra, de los charcos de agua de lluvia, de las zanjas repletas de caracoles y las casas sin vereda. El tiempo se hunde y se revuelve como atrapado en eternas arenas movedizas y arrastra a todos nosotros hacia el pasado.
Razoné el porqué de las casas sin garajes… claro, si pronto no habrá autos transitando por las huellas comunales cuando el tiempo retroceda apenas un poco más.
Y aquellas barritas de pibes, de malandras, de jóvenes cansados de lo poco que les ofrece la vida, que se juntan en las esquinas. Ciego iluso, ahora me doy cuenta de que se trataba de malones. Ya debería haber notado que no era moda el empuñar una tacuará mientras se empina la cajita de vino.
Y ahora veo la causa de que empezaran a aparecer animales que se creían extintos o casi, como los patos crestudos, los moitús, los lechuzones orejudos, osos hormigueros, los tatús carreta, los lobos gargantudos y muchas otras alimañas que azotan el barrio. Incluso creo haber visto un dodo y una ballena franca, por lo que doy fe que en otras épocas por aquí hubo mares.
Qué equivocado estaba. No era el gobierno, ni la sociedad, ni los grandes intereses siempre puestos en otro lado lo que favorecía este transitar continuo de clase media a media clase.
Es el maldito pozo de tiempo.
Uno no lo nota, pero el retroceso es implacable.
Ponés en un balde dos litros de petróleo y al tiempo se te aparece el dinosaurio. Todo es así.
Eso explica todo y me siento un tonto.
La llama me mira y parece decirme “viste, zonzo, esa es la verdad de la milanesa”.
Arqueo las cejas, como despidiéndome, y vuelvo a cruzar para mi barrio.
Otra vez el barrio me absorve, me chupa hacia sus entrañas, me entierra en la viscosidad del tiempo. Y entonces olvido.
Olvido todo lo que aprendí hoy. Porque el barrio es sabio y astuto. Porque sabe cuidar su secreto.
Allá viene mi transporte, levantando polvo.
Otra vez la caravana de mulas viene repleta, carajo.
1 comentario:
Cada uno de nosotros está en un pozo de tiempo diferente y sólo por momentos y de manera fragmentaria nos encontramos dentro del pozo del otro. Esta historia es una inspiración fabulosa.
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