lunes, 19 de mayo de 2008

El penal de Ribonelli

Más de 60 años después de ser arrojada -y casi dos meses después de haber sido descubierta- fue desactivada una bomba estadounidense que había quedado latente desde la segunda guerra mundial, en cercanías de una ciudad japonesa.
Dieciseis mil personas -de las cuales la mayoría no había nacido aún cuando cayó el artefacto- tuvieron que ser evacuadas ante el inminente peligro de una explosión ya que por el paso del tiempo el armamento sería cuanto menos inestable.
No es la primera ni la última vez que un hecho enterrado en la historia, luego de décadas de letargo recobra de golpe vigencia y notoriedad.
Charlando de este tema con los muchachos del restaurante, recordamos algunos hechos que no por aislados o poco conocidos dejan de ser ejemplos claros de cómo una porción del pasado, a veces olvidada y otras encubierta, afloran desde el abismo de los años para instalarse nuevamente entre nosotros.
El pelado Gutierrez nos hizo recordar la historia del penal de Ribonelli, muy conocida en Rosario pero poco difundida en otros puntos del país.
Promediando 1932 se disputó el partido final por un campeonato de fútbol amateur organizado por el Club Esparta, en la zona norte de la ciudad.
En aquella ocasión se enfrentaron las escuadras Los Portuarios y Mercería Mariani, llegando ambos equipos en muy parejas condiciciones y posibilidades.
El encuentro se disputó en el mismo predio donde el club, casi desaparecido en nuestros días, mantiene sus terrenos, en Sorrento y Machaín.
En un peleado cotejo, ambos cuadros llegaron a los 89 minutos sin marcar goles.
En el minuto final, cuando el árbitro se aprestaba a sonar su silbato, el wing izquierdo de "los merceros", Agustín Rodolfo Ribonelli, se metió en el área contraria y antes de poder "shootear" al arco, fue derribado por el arquero Víctor Hugo Segovia, cometiendo infracción.
El árbitro cobro penal, sanción que podía convertirse en el gol que definiría del torneo.
Se plantó Segovia en el arco, se acomodó la vicera de la boina y agazapado se quedó esperando el disparo.
Ribonelli -quien pidió patear- tomó distancia del balón, puso los brazos en jarra y aguardó paciente que el referí pitara la orden.
La tensión era angustiante. No había mucho en juego porque era un campeonato amateur, pero el orgullo y la pasión futbolera calaban en esa época tal vez más hondo que ahora, cuando todo es comercio.
El aire se hizo espeso cuando el árbitro pitó.
Corrió Ribonelli, se tensó Segovia y justo cuando la cara externa del botín derecho del wing iba a entrar en contacto con la pelota cayó la piedra. La primer piedra.
El proyectil impactó de lleno en la nuca de Ribonelli y desvanecido cayó al piso.
Las hinchada de Mercería se puso como loca y empezó a invadir la cancha, para hacer justicia.
Otra piedra pegó esta vez a un jugador de Portuarios y ahora fueron los jugadores los que empezaron a agredir a sus contrarios.
La batahola entre las hinchadas, los jugadores, el cuerpo técnico y los demás asistentes fue tal que la policía sólo atinó a parapetarse en un rincón del campo de juego, ya que las agresiones también iban hacia ellos.
Cuando alguien descubrió que las piedras que provocaron el escándalo en realidad eran granizo, era tarde para que la situación cambiara. Al granizo que arrojó el cielo se sumaron cascotes, baldozas y botellas que la gente intercambiaba con odio irracional en una gresca incontenible.
Así, de a poco, perseguida por el granizo y pensando que la hinchada rival los atacaba, la gente se fue dispersando cada cual por su lado, lanzando ladrillos contra lo que sea que se moviera cerca suyo.
El partido murió inconcluso.
El hecho pasó como curiosa anécdota hasta febrero de 2006.
El 25 de febrero de ese año, debido a la tarea de remoción de escombros en una parte del club que fue vendida a particulares para solventar gastos, fue encontrado el arquero Segovia, agazapado donde -según sus palabras- había estado ubicado su arco.
Setenta años después, el arquero aún permanecía en las inmediaciones de su ya difusa área, como fiel cancerbero de sus tres palos. Apenas si se alejaba cada tanto para hacer sus necesidades, comprar algo para comer y preguntar cuantos minutos había añadido el referí porque a él le parecía mucho.
Cuando lo encontraron -obviamente en muy mal estado físico- el arquero se negó a irse hasta que el árbitro -que había fallecido unos cuarenta años atrás- le confirmara en persona que el partido había terminado.
La casualidad quiso que el hallazgo llegara a oídos de un nieto de Ribonelli, quien a su vez se lo contó a su abuelo, que aún vivía.
Éste, con un honor y orgullo propios de principios del siglo pasado, se hizo llevar hasta los ex-terrenos del Club Esparta.
Cuando se encontraron, Ribonelli y Segovia, lejos de abrazarse y emocionarse, se miraron fría y amenazadoramente.
"Armá la valla que yo cuento los pasos", dijo Ribonelli muy serio.
Los pocos presentes en el lugar, en su mayoría obreros de la empresa de remoción de escombros, armaron un improvisado arco de ramas de eucalíptus y un viejo poste del alambrado.
Se volvió a agazapar Segovia, más por la artrosis en la cadera que por su oficio de arquero, y acomodó la derruida boina sobre su ganada calvicie.
Ribonelli, a su vez, ajustó bien su dentadura y colocó al máximo el volumen de su audífono para poder escuchar el silbato.
Uno de los obreros chifló, dando la señal para que el postergado penal sea ejecutado.
Caminó lentamente Ribonelli hacia el balón, con demasiada dificultad.
Segovia advirtió, o creyó advertir, que Ribonelli estaba por patear, o al menos que un bulto difuso se acercaba. Se tiró por las dudas, hacia su derecha, o tal vez sea que la pierna cedió y se dobló, provocándole la caida hacia ese lado.
Ribonelli pateó con toda la fuerza que fue posible y luego, exhausto, cayó al piso.
La pelota picó tres veces y después rodó un poco, recorriendo en total seis metros antes de detenerse.
La escena se congeló así, con la pelota dormida a mitad de camino entre los dos jugadores tirados en el piso.
El partido fue empate y entre todos convencieron a los ancianos que era mejor así, que no hacía falta definir a los penales, que ambos eran campeones.
Por último, todos contentos, fueron a festejar la mutua victoria al buffet del club, donde ya no había casín pero aún conservaban una añeja botella de ferroquina, a la que hicieron honores con un platito de manices y aceitunas.

5 comentarios:

Apalabrada dijo...

Bug me mareó hoy.
El futbol no es para mí, me voy ya mismo a cocinar que últimamente me está llamando mucho más la atención.

The Bug dijo...

¿Marear?
El que mareaba como los dioses es Ribonelli.

Sole P dijo...

Nooooo, mirá si Ribonelli subía demasiado el volumen de su audífono y moría de un susto al escuchar chiflido...

Me encantó.

Apalabrada dijo...

Se la dejé picando vio?

Kemal dijo...

Sencillamente genial!

Aplauso, medalla y -ejem- más aplausos!